Bonitos recuerdos de la educación religiosa
Viví en Posadas (Misiones) hasta los diez años, a la mitad de los cuales me tocó ingresar a la escuela primaria. Seguramente a mis padres les dijeron que la “Beato Roque González” era la de mejor calidad académica, así que allí fui a cursar el Primer Grado inferior, como se denominaban en ese entonces los niveles. Como toda escuela confesional de esa época, era sólo para varones, y tenía alumnos externos y pupilos. Los pupilos eran casi todos rubiecitos, por provenir del interior de la provincia, poblada en gran cantidad por inmigrantes de las más diversas procedencias europeas: rusos, polacos, alemanes, los cuales no se distinguían precisamente por tener genes africanos. Entre los externos la cosa no variaba mucho porque obviamente la escuela era paga y además accedían a ella quienes tenían la posibilidad de pagar las cuotas, y los chicos de ascendencia indígena no estaban dentro de ese “target”, además de vivir en un estado de miseria y rechazo social no muy diferente al de nuestros días.
Como sucede con los recuerdos de la infancia, la mayoría se pierde con los años y sólo se mantienen los más significativos o intensos. En varias oportunidades he contado en reuniones de amigos o familiares mi experiencia, cada vez que se hacía mención a la educación religiosa, y leyendo la del músico uruguayo Julio Brum, sentí la necesidad de volcarla al papel, porque seguramente García Márquez se debe haber inspirado en cosas similares para sus escritos, salvando la enorme distancia.
El caso es que en ese Primer Grado inferior el maestro era el Hermano Tarcisio, un tipo sumamente agradable, amable con todos los chicos, sin distinción alguna, y que siempre me ponía en el cuaderno “Muy bien diez, felicitado”, no porque fuera brillante ni aplicado sino porque ya sabía leer y era “buenito”, o sea que pasaba bastante desapercibido. De ese grado recuerdo como compañeritos a Osvaldo Sosa, Carlitos Giúdice, Armandito Barrionuevo, Hugo Rosales, Pelusa Rosetti, Daniel Absi, Lafuente. Con alguno de ellos me reencontré en Córdoba al ingresar a la facultad, que me reconocieron “porque tenía la misma cara” de más de 10 años antes. Lo gracioso fue que uno de ellos, después de varios años de compartir clases en la facultad, me dijo un día: “¿Pero vos sabés quién soy yo?” – “Claro, Carlos Kohnen” – “Sí, pero ¿de dónde nos conocemos?” – “Pues de la Facultad…” – “¡No, pelotudo, del Roque González!”.
Yo ni idea de él y mucho menos de su cara, hasta que le pregunté en qué banco se sentaba, y me dijo “en el último”, y ahí recordé quién era: el maldito que se portaba mal todo el tiempo y tenía ese destino habitual para quienes no guardaban la debida compostura. Hasta el día de hoy me sigue cargando porque yo iba con un moño a lunares en el cuello del guardapolvo.
Este introito intenta contextualizar el ambiente en que ocurría mi paso por la escuela. Ya en Primer Grado superior, se acabó la bonanza del maestro Tarcisio, porque nos tocó una maestra “convencional” de la cual no recuerdo el nombre, pero sí claramente el de quien nos daba la clase de Religión: el cura Antonio. El cura Antonio era el director del colegio, y recibía a los alumnos a las 8 en la puerta con un fortísimo tirón de orejas o cachetazo a los que entraban un minuto después de la hora, lo cual se complementaba eficazmente con un “quedarse después de hora” como castigo.
De las clases de religión que daba sólo recuerdo dos eventos que me resultaron terribles. El primero fue contarnos a los alumnos, posiblemente dentro de alguna parábola donde los que mueren se van al cielo si fueron buenos en vida, que un cura conocido o amigo de él, un tipo muy sano, deportista, que nunca había estado enfermo, se murió de golpe, y que a las dos horas el cadáver exhalaba un olor a podrido insoportable porque según él los sanos se pudrían mucho más rápido que los otros. Se pueden imaginar la impresión que nos dejaba a los chicos que teníamos 6 ó 7 años, escuchando esos comentarios.
Pero la perla fue la vez que intentó hacernos comprender ese universo fantástico que integran el cielo, el infierno y el purgatorio. Ya habíamos aprendido que desde antes de nacer estábamos condenados por culpa de una manzana apetitosa, una pérfida serpiente, una casquivana y ambiciosa mujer y un ingenuo varón que se dejó convencer para abandonar ese idílico paraíso e ir a sufrir, parir con dolor y ganar el pan con el sudor de su frente, a una tierra perversa, como castigo de ese bondadoso dios que los había creado en una semana de holganza.
Por esa condena heredada, si no hacíamos las cosas bien, íbamos derechito al infierno, donde llamas eternas nos flagelarían mientras satánicos seres nos clavarían sus tridentes cada vez que nos descuidáramos, sin posibilidad alguna de salvataje.
En cambio, si sorteábamos todas las tentaciones de este mundo cruel, confesábamos y comulgábamos, nos bautizaban y cumplíamos con todos los preceptos y ordenanzas sin sacar los pies del plato, tal vez, y sólo tal vez, íbamos al cielo.
Pero no todo era tan malo porque si tuviéramos alguna falta por leve que fuera, en lugar de ir al cielo, caíamos en el Purgatorio, donde como su nombre lo indica las almas purgan su pena, cual penado por las leyes al cometer delitos. El detalle fino era que había una salida del purgatorio, porque había “una escalera que llevaba al cielo, por la cual quienes purgaban su alma podían subir”. Lo fino del detalle era que “la escalera tiene infinitos escalones, cada uno de los cuales era una guadaña puesta de filo” (sic) Como es de esperarse, nos quedamos de lo más contentos, resignados a las llamas eternas o los pies y manos convertidos en rodajas tipo fiambre intentando lo imposible.
Otra costumbre tenía el cura Antonio, además de ser tan pedagógico: la de fomentar la rivalidad entre los pupilos y los externos, diciendo que estos éramos unos blandos, maricones, cobardes, jugábamos mal al fútbol, no como los pupilos que eran todo un compendio de virtudes. Me llamaba la atención verlo al cura Antonio andar casi siempre rodeado de pupilos, en un raro contraste entre su tez y cabellos oscuros y los rubiecitos alrededor.
Decidí citar todos los nombres que recuerdo porque quien lea esto y se reconozca, o conozca a alguno de los nombrados, podrá dar fe o disentir con estos recuerdos. Tuve oportunidad de volver a Posadas recién cuando tenía 19 años y, nostalgioso como soy, lo primero que hice fue intentar encontrarme con aquellos compañeritos del colegio, y a uno de ellos le pregunté por ese maestro tan grato que tuvimos en Primero Inferior, el Hermano Tarcisio. Por lo que sabía, estuvo misionando en África y en Colombia. Cuando pregunté por el cura Antonio, me dijo que lo habían “echado por corrupción de menores”. Ahí me cayó la ficha de su preferencia por los pupilos. No quiero ni pensar lo que habrán pasado esos chicos, que tal vez pasaban semanas o meses sin ver a sus familias.
En estos tiempos en que los altos dignatarios de la iglesia católica se rasgan las vestiduras por los casos de abusos y pedofilia, me pareció bien compartir cosas que viví personalmente, experiencias gracias a las cuales soy profundamente ateo, convencido de que no hay necesidad de profesar religión alguna para ser buena persona, ni garantía de serlo por profesarla.
Julio Villarroel, Córdoba, 23.02.2019
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En la imagen el tristemente célebre cura Antonio Ledheros. En la primera fila, quinto desde la izquierda, mi hermano Alejandro, año 1959 posiblemente.